La guitarra es ese instrumento de cuerda que adorna el fondo de armario de medio mundo. Sirve para enamorar, amenizar una fiesta, recuperar el amor, llorar en soledad… Como herramienta, tiene muchas variantes:
La española, que puede ser virtuosa (Paco de Lucía o el Maestro Rodrigo), o popular (la rumba de un after-party o boda); la guitarra acústica, que se usa generalmente para acompañar una voz, y la guitarra eléctrica, que es a menudo el instrumento solista en agrupaciones de rock y sus múltiples variantes.
Es imposible hacer una crónica sobre el concierto de Steve Vai sin ponerse un poco técnico, algo que me frustra. Es una situación que no he vivido antes pero a medida que avanzan las canciones me doy cuenta; esta es la crónica de la guitarra.
El virtuoso arranca con “Avalancha”, muy enérgica y algo heavy y “Giant Balls of Gold, en la misma línea pero algo menos melódica. La banda es un trío (un guitarra que a veces toca teclado, bajo y batería) más Vai. No hay voces y las melodías las hace todas su guitarra solista. Apoyado en una pedalera con multitud de efectos, entre los que priman el Wah-Wah y los delays, Vai sustituye la voz por las seis cuerdas, llenando el escenario como si fuera un barítono de voz profunda.
En la intro de “Little Pretty (Clean Down)” demuestra su conocimiento de las inversiones más allá de medio mástil antes de un pasaje pirotécnico.
Cuando no se tiene mucho conocimiento, llama la atención lo rápido que se mueve la mano izquierda -la que toca el mástil- del guitarrista. Según avanza, el padawan descubre que el truco de la velocidad está en la mano derecha. Viendo sus carreras por la escala armónica, la menor natural e incluso alguna incursión en los modos griegos (infames de aprender y que sólo debe de utilizar hoy en día Steve Vai), se ve que estamos ante uno de los mejores guitarristas que han visitado este plano.
Uno de sus hits, “Tender Surrender”, suena justo tras las presentaciones de la banda. El bochorno es considerable y, aunque sólo es la cuarta canción, al virtuoso le cubre el sudor la frente. Empieza bajito, en balada, pero in crescendo deja un recital de octavas (difíciles de hacer de forma cristalina) y palm-mutes con su famosa guitarra blanca, que se acaba de colgar al cuello. Manejan bien las dinámicas, tanto él como su banda, volviendo al susurro en el final de la canción.
El batería es una bestia parda. Quisiera ponerlo de otra forma, por respeto a Torcuato y la lengua castellana, pero no puede ser, y lo que no puede ser además es imposible.
Tras “Lights are on” y Candlepower”, que suenan excelsas y donde Steve Vai recorre, uno por uno, todos los trucos posibles que existen en la guitarra eléctrica, vienen los solos. Dave Wiener, guitarra, y Philip Bynoe al bajo nos regalan otras dos improvisaciones de virtuosos, mostrando que están a la altura. Hay uno más para Wiener, que se queda en el centro del escenario iluminado por una tenue luz verde para un solo largo donde abundas las terceras, pasajes veloces que parecen escritos para violín y un nuevo recital de mano derecha.
Vuelve después ‘Steve’ al escenario y arranca con un rápido tapping, esa técnica vistosa en la que las dos manos se colocan sobre el mástil con la derecha pellizcando las cuerdas que pulsa la izquierda.
En cuanto a estilos, pasan por casi todo. Arrancan con rock duro, casi heavy; a ratos escucho un ritmo funk, hay blues (“Greenish blues” de su último disco), momentos que suenan a jazz… Si el virtuosismo es el dominio total y absoluto del instrumento (que lo es), entonces hay que reconocer a Steve Vai como uno de los mayores estudiosos de las seis cuerdas. A ratos parece un robot y abruma, lo que le quita frescura al concierto haciéndolo parecer “frío”, pero su dominio armónico y melódico es de alguien que bien podría tener una cátedra en Berklee.
La guitarra, a pesar de lo que pueda parecer, es más melódica que solista. Antes de desmelenarse, presenta siempre el tema de la canción con seguridad y firmeza, a menudo doblándolo con alguna expansión en la segunda vuelta, lo que nos lleva de la mano hasta el solo. A pesar de ser instrumentales, las canciones no resultan largas y, como hablamos de un instrumentista tan descomunal, todo parece un clímax.
Algunos de los mejores momentos llegan cuando ambas guitarras armonizan (tocan distintas notas, mismo ritmo), dándole mucha más amplitud a la música.
El único atrezzo, que bien pudo ser consecuencia del calor, es un ventilador situado frente al virtuoso. Digo atrezzo porque resulta complicado creer que lo bien que le queda el pelo volando libre mientras aguanta un bending sea casualidad o resultado de circunstancias climatológicas; quiero pensar que está preparado, especialmente viendo a los fotógrafos que se pegan en primera fila.
Si hay que ponerle un ´pero` al concierto, que siempre hay que hacerlo, sería la limitación inherente al formato. No hay muchas personas que puedan aguantar dos horas de solos frenéticos de guitarra, por buenos que sean. Esto es, claro, una decisión artística de Steve Vai, aunque limite mucho su directo. También, y esto se puede discutir a muchos niveles, sus interpretaciones suenan a menudo como extraídas de un manual. Para los curiosos: existe un libro, el diccionario de escalas de Nicholas Slonimsky, en el que se pueden encontrar muchas de estas frases. He ahí el gran “pero”; la mayoría de los solos son patrones matemáticos repetidos hasta la saciedad, no hay frescura ni la adrenalina del salto al vacío que puede haber en un blues, por ejemplo.
En “I’m becoming”, que es de las más melódicas, no es difícil imaginar la voz cantando la línea de guitarra. Antes del final, deja varios momentazos en “Whispering a prayer” y “Zeus in chains”, donde lleva la guitarra al límite de la física. Termina con “Taurus Bulba” y una muchedumbre le aclama. Esta ha sido la crónica de la guitarra, y de uno de sus discípulos, un flaco y espigado neoyorquino, que la ha llevado hasta límites insospechados. En sus manos es un instrumento total, libre de las ataduras de las normas armónicas y los roles determinadas por la música popular. Con él, la guitarra es el todo, y el mundo, tan confuso para tantos, no es más que la simetría de una escala.